La bailaora y coreógrafa malagueña Rocío Molina embriagó al respetable con 'Vinática', una obra intimista, poética, profunda y arriesgada
Búsqueda del yo, del ser del parecer. Del saber estar. Del saber sentir. Del saber expresar con su danza. Con su baile. Porque como dice Paulo Coelho en el 'Alquimista' «todo lo que está sobre la faz de la tierra se transforma siempre, porque la tierra está viva, y tiene un alma». Al igual que en el arte, que en el baile o en la danza.
Rocío Molina se retrotrae a sus inicios. Un punto de partida. Destapando la añada y dejándola reposar en el decantador hasta que el aroma punzante macera en el bouquet. Desde lo caótico de las miles de espuertas plagadas de uvas, esperando ser molturadas para convertirse en caldo. Hasta la elegancia de una copa de vino. Con ese color. Con ese regusto. Con ese decir. Así es 'Vinática', la nueva propuesta de la bailaora malagueña. Un montaje nostálgico. Denso. Duro. Pero a la vez profundo. Conceptual. Cual 'Tábula rasa'. Vertebrado en los espacios sonoros de la excepcional sonanta de Eduardo Trassierra y la garganta enduendada y poderosa de Jesús Méndez. Dos mundos sobre los que la danza de la artista malagueña fluctúa de inicio a fin de forma magistral. Bailando sobre ese espectro intimista coadyuvado por una caja escénica desaforada. Desnuda. Oscura. Con la sola compañía del cante, la guitarra y las palmas. Y con siluetas remarcadas en escena como testigos fehacientes del devenir de la bailaora. Varios dimensiones divergentes pero a la vez convergentes. Destacando esa bipolaridad en la que artista malacitana incide en esta obra.
El espectáculo comienza desde la entrada de público. Piano de Frédéric Chopin. La bailaora y los palmeros brindan bajo las composiciones de Bach. Unos apuntes para que Rocío Molina comience a asirenar sus movimientos. Toca Trassierra. La joven coreógrafa dibuja en el aire. Sutil. Vaporosa. Magnética. Personificando la sensibilidad contemporánea que irradia su baile. Bracea. Percute.
Sale el cantaor Jesús Méndez a escena. Un par de fandanganzos. Recogiendo el del Gloria con el que cerró el espectáculo '¡Viva Jerez!' un día antes. Solo. «Alialianda». Molina danza con la copa. El artista jerezano le canta por cantiñas. A pelo. Sin guitarra ni acompañamiento alguno. Unos apuntes para que el venero de la bailaora fluya. Muñeca en el silencio. Escorzando su coqueta figura. Pero a la vez llenando la escena.
En el sitio. Sobre la copa. Técnica bajo control. La ingeniosa bailaora siente en cada átomo de su cuerpo. Última letra por alegrías. Para que Trassierra deleite por rondeña. Trémolos reflexivos para la protagonista. Que escucha la guitarra desde el fondo de la escena.
Una decena de panderetas iluminan la secuencia. Hasta que la danza emerge de nuevo, con pandereta incluida. Ofertándonos distintas posibilidades rítmicas. Antes de que el cante retorne con la zambra de Méndez. Voluptuoso. Un buchito de guitarra por bulerías. Un sorbito de cante al compás de idéntico palo. Sin maridajes. Al golpe. Fortaleza y poderío del cantaor de la Plazuela. Seguimos por ahí. Sobre una columna percutiva. Mano a mano. Nudillo a nudillo. Metralla de pies entre 'Oruco' y Molina que encienden al respetable. Al igual que el cante del joven jerezano. Que empapa a la malagueña entre tornasoles y aspavientos. En tan solo dos metros cuadrados.
La luz sube de intensidad. Persistiendo en los tonos fríos y blancos. Los tres elementos al fin convergen. Baile, cante y guitarra forman un tándem. Por seguiriya. La Premio Nacional de Danza 2010 despliega más arsenal. Se coloca en el centro de la escena. Sobre el cenital. Pies cristalinos. Parte la copa. Solo de guitarra. La bailaora avanza lentamente hacia la corbata del escenario. Sujeta con inmensa cola. Funambulista. Vuelta a los inicios. Suena Chopin. Esto se acaba. Bajo el rojizo cedazo del caldo que embriaga al respetable. Su danza. Envinándonos con su arte.