Después de la decepción del NBE la noche anterior, la verdad es que la Yerbabuena tenía ayer sábado un papel, digamos, un tanto comprometido: por una parte, realzar el nivel de los espectáculos del Villamarta y, por otra, ofrecer un cierre digno del que está considerado, a nivel mundial, como el mejor evento consagrado al baile flamenco y la danza española. Y por si fuera poco, Eva tenía otra misión no menos importante: quedar bien consigo misma, con su trayectoria ejemplar (no indiscutible ni indiscutida), con su buen hacer, en su suma, a la largo de una camino dilatado. El público de Jerez sabe del potencial artístico de Eva Yerbabuena, ya que ha pasado varias veces por la ciudad, con éxito casi siempre. Está, en cambio, en las antípodas de una estrella de focos y autógrafos; lo suyo es, a pesar de los complejos montajes teatrales, la sobriedad, la elegancia sin estridencias, el intimismo, el baile, al fin, que subyace de manera casi imperceptible… pero ahí está. Y digo casi imperceptible porque muchos, a buen seguro, preferirán a otra Yerbabuena, sin tantos aderezos escénicos, más espartana, ciñiéndose al baile. No obstante, está claro que domina los elementos que maneja (acción dramática y danza) y que sabe rodearse de las personas que la han asesorado para que sus funciones satisfagan a un público amplio.
Como todas las obras de Eva Yerbabuena, la de anoche, Cuando yo era…, dejaba una sugerencia en el aire. Se trasluce una queja, que bien puede ser personal o social, y hasta se intuye –es casi una evidencia– la protesta contra los derroteros de la Historia, algunos episodios cerrados en falso, la reparación moral no conseguida, el honor de las víctimas que aún no ha sido restituido, etc. No en vano, la obra se inicia con el vuelo de un ave, que pudiera ser una gaviota o, peor aún, un carroñero, y luego, varios disparos. Es un alegato contra la violencia, una apuesta por la sensibilidad, la creatividad (magnífico el número de El taller del alfarero), sin obviar la denuncia contra las hipocresías, los ominosos convencionalismos sociales (las malditas apariencias: véase la primera parte del número titulado Feria), las máscaras de Carnaval, auténtica representación de la tragicomedia existencial y de un cante expresado con fines diversos: la alegría que teóricamente envuelve el baile de máscaras; y la pena, el dolor que supone ocultarse por miedo. El cante de Pepe de Pura, Jeromo Segura y Moi de Morón adquiere así un significado profundo, lleno de matices y pleno en sentimiento. Claro que, a fin de completar una obra que merezca la pena –y la de ayer la merecía, sin duda– hay que contar con un buen elenco atrás que, aparte de los ya citados, estuvo compuesto por las guitarras de Paco Jarana y Manuel de la Luz; y la percusión de Manuel José Muñoz El Pájaro y Raúl Domínguez. En el cuerpo de baile, ocuparon espacio junto a Yerbabuena, Mercedes de Córdoba, Eduardo Guerrero y Fernando Jiménez.
A Eva Yerbabuena se le imputó hace tiempo que requería toda una gama de efectos escénicos para justificar sus espectáculos y hacerlos exportables. Discrepo. La artista granadina sabe decir el baile como pocas, está demostrado, y aparte de eso se expresa en las tablas con recursos teatrales más que aceptables, sacando los colores en muchos casos a gente cuya experiencia en este terreno es más dilatada. También se dijo que sus bailes, sobre todo la soleá, necesitaban menos complicaciones y más sobriedad. Limitarse, querrían decir, supongo, a bailar… y ya está. ¿Dónde está la complicación? Lo que yo he visto siempre es una artista, en el sentido más amplio del término, que ha ido siempre adelante, a la que los retos no la han asustado, antes bien, ha ido con mucho tiento, pero determinada firmemente a resolver los obstáculos que se interponían en el camino de su libre creatividad, sin prescindir, en absoluto, del genuino baile flamenco fetén. Lo más difícil y absurdo es quedarse aletargado, mirando estampas decimonónicas con la hipócrita complacencia de un nostálgico reaccionario que no propone nada, sólo involución, palos en las ruedas del carro del progreso, trabas y cerrojos a los corazones libres e inquietos. Por todo ello, Eva Yerbabuena puede presumir con toda tranquilidad de estar llevando su revolución a buen puerto, pues ha creado una puesta en escena que la identifica en todo el orbe flamenco aportando al teatro piezas de muy buen valor y sin soslayar –¡todo lo contrario!– el compromiso con la estética de un baile jondo. Todos estos recursos se pusieron al servicio de los espectadores que supieron reconocer con efusivas palmas al finalizar el acto la idea de Yerbabuena. Gran actriz, bailaora ejemplar. Y el mensaje: la justicia siempre reclamada… interrumpida por otro disparó que arrió el telón.