El tiempo pasa sin duda muy rápido y sin darnos cuenta ayer mismo comenzó una nueva edición, la decimoquinta, del Festival de Jerez. Como siempre en el estreno de este evento, mucha expectación fuera, en la Plaza Romero Martínez, que congrega al público antes de que el coliseo jerezano abra sus puertas. Además, hay que observar un hecho cierto que se ha repetido con bastante frecuencia en este certamen de baile flamenco y danza española: Antonio El Pipa, acaso el artista con una mayor presencia continuada en el Festival, es uno de los mayores atractivos para los aficionados jerezanos, cuya presencia en las dependencias del Villamarta fue ayer mayoritaria.
La responsabilidad de abrir el Festival es algo que no asusta a El Pipa, pues no es la primera vez que esto ocurre. La jornada del viernes llevó a las tablas del Teatro Villamarta su nuevo estreno, titulado Danzacalí, danzar de los gitanos, que fue reconocida en todo momento por los espectadores con cálidos aplausos e incluso con ovaciones y palmas por bulerías. La idea de concebir un montaje en el que se hable de la tradición nómada de los gitanos, sus costumbres y ritos más arraigados no es nueva en absoluto, ya que muchos autores con anterioridad han profundizado en la tarea de dar a conocer esta extraordinaria cultura. Antonio Fernández supo vislumbrar muy bien en qué sentido debía orientarse su obra para que no perdiera frescura y fuera cabalmente entendida por el respetable. Los títulos de los números estaban en caló y en castellano, perfecta manera de divulgar el patrimonio lingüístico romaní.
El hilo conductor del programa fue, a partes iguales, el baile –como no podía ser de otra manera– y la ambientación escénica, donde un magnífico juego cromático de luces y colores, representando la naturaleza del campo con sus árboles, el prado verde, la Luna y demás astros ayudó, y de qué forma, a hacer gustosa la puesta en escena.
El amplio elenco de Danzacalí, danzar de los gitano (Quelar es Zincalós), lució en el escenario de manera brillante. Una de las virtudes de El Pipa es la de su generosidad, dando oportunidades a todos los integrantes del cuadro, en el que estaban, aparte del propio protagonista, Juana Amaya como primera bailaora; Isaac Tovar como bailaor solista; Macarena Ramírez y Nazaret Reyes como bailaoras solistas; Ana Ojeda, Luz María de la Hera, Marta Mancera, Cynthia López, Manuel Ramírez, Antonio Vázquez, Manuel del Río y Juan C. Avecilla en el cuerpo de baile; los niños Cristian de los Reyes y Miguel Rivero; al cante Juana la del Pipa, Felipa del Moreno, Mara Rey y Joaquín Flores; a la guitarra Juan José Alba y Francisco Javier Ibáñez; al violín Emilio Martín; al cajón/compás Luis de la Tota; a la percusión Curro Santos. Un único inconveniente: los músicos no se vieron en ningún momento en la primera línea del escenario. Creo que no debería ocurrir tal cosa teniendo en cuenta que el flamenco, al fin y al cabo, no deja de ser música y, por supuesto, de esta manera, es decir, ocultando a los músicos, el personal perdió las importantes referencias visuales que aportan los integrantes de esta disciplina. Fue la nota negativa de una obra que merece un comentario general favorable.
Una de las mejoras cosas que sabe idear El Pipa es la puesta en escena, con una elaborada y cuidada selección de trajes de época, una minuciosa coreografía que, sin embargo, no limita ni merma la libertad de los artistas ante el público y, naturalmente, su baile, muestra ejemplar de elegancia y buen hacer, en el que se pone de manifiesto un trabajo enriquecido tras años de experiencia y madurez. Ya la primera intervención de El campo evocaba el carácter errante del pueblo gitano, reclamándolo como un valor inherente a esta cultura tan nuestra y tan de todos. El baile por rondeñas, con El Pipa y Juana Amaya, fue vistoso y llamativo, luminoso y espléndido sin cansar a los asistentes, lo mismo que las alegrías y, naturalmente, los tientos-tangos, parcela en la que se vivió momentos de intensidad emocional muy altos, con la presencia de Antonio Fernández y su tía Juana, con esa voz afillá, ronca y endurecida. El entendimiento es total entre ambos, cosa que queda reflejada magistralmente cada vez que actúan. En el paso a dos de la farruca, mientras que el cuadro de la obra reposa acostado sobre el escenario, oscurecido para causar el efecto de noche cerrada, la pareja compuesta por Isaac Tovar y Macarena Ramírez luce su arte en una palo que siempre nos recordará a aquel otro grandísimo Antonio, cuyo nombre artístico se completaba con la denominación romana de la Tacita de Plata. En el taranto, Nazaret Reyes estuvo muy bien, sin nada que objetar, no así el tercio del cante, en el que se gritó excesivamente, error en el que incurren muchos cantaores. El flamenco se dice, incluso aquellos palos más duros, sin dar alaridos destemplados, aun cuando a veces se adopten registros altos y expresiones faciales y corporales con arreglo a lo que se cuenta. Acaso Juana la del Pipa tenga en el cofre de su garganta auténticos tesoros escondidos que a veces salen con fuerza al exterior, cosa suficientemente conocida, pero no es menos cierto que la alabanza, titulada Rey del Universo, se quedó en el limbo, en una especie tierra de nadie, en el que no se sabía si era copla, simple canción o cante flamenco. Ahora bien, el sabor –que pudiéramos denominar como rancio– nadie se lo niega a Juana.
Y amanece el Nuevo día, con una original ocurrencia de El Pipa: el cante y el baile por villancicos. No sé si existen precedentes, lo cierto es que el efecto no fue impactante porque los sones pesados y monótonos de este cántico popular navideño no aparecieron por ningún lado y, en contrapartida, sí disfrutamos de la buena música con el que el cuerpo de instrumentistas nos deleitó. Digo que no fue impactante en el sentido de descolocar al público recordándole una fiesta que ha pasado hace poco más de mes y medio (los villancicos que se emiten por megafonía en las calles son insoportables a diferencia del que escuchamos ayer, sutil y delicioso). Causó agrado, sobre todo, la secuencia de las castañuelas, igual que el martinete que cantó Joaquín Flores y el posterior despliegue de la compañía.
En la ciudad, tercer y penúltimo acto de la función, deja al público el agrado de ver a los miembros de la compañía hacer las delicias de los asistentes con unos tangos bastante agradables y unas bulerías rítmicas, acompasadas y que le dan ese genuino sabor a las celebraciones más efusivas.
Plato fuerte para el final titulado Por amor. Antonio El Pipa bailó por bamberas, cadencia de cantos del columpio, si bien este elemento no quedó reflejado, sólo la alegría o la pena de vivir… que no es poco, desde luego. Después, en la soleá, con tercios de La Serneta en la voz de Juana, el ambiente adquiere una gran relevancia y emoción, ya que fue una delicia ver juntos de nuevo a tía y sobrino, compenetrados en duende y sentimiento. Antonio ofrece aquí trazos de maestro en pies y manos, moviendo su cuerpo con encendida pasión flamenca. Y el broche de oro, con la alboreá, el cante de boda de los gitanos, y la bulería, auténtico emblema de la fiesta. La compañía se despidió de la misma forma que hizo la entrada: reafirmando los valores culturales del pueblo gitano, con un fondo en la trasera del escenario en el que se veía el cielo azul, el prado verde y la rueda del carro, símbolo universal de la bandera romaní, que representa la libertad en estado puro. Con altibajos, luces y sombras, cosas positivas y negativas, el primer espectáculo del XV Festival de Jerez merece, sin ambages, un cálido elogio por su buen gusto flamenco.